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Por Oscar aleuy , 14 de junio de 2025 | 23:15No sólo barcos llegan a Puerto Aysén en 1942
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A Puerto Aysén no sólo se llega, decían nuestros viejos cuando uno era niño. Hay que bajar al puerto. Tampoco se encontraba uno con tropillas de cariblancos como en la canción.
No era posible evitar tanto momento de integración social en Puerto Aysén, sobre todo si se era nuevo, recién llegado, joven y con ganas de superar el drama de la soledad.
La casa donde Aniceto Laibe y su familia se fueron a vivir quedaba cerca de la costanera, hacia el sur, donde los faldeos de los cerros eran una sola gota de agua que se derramaba día y noche sin parar. Otros, como Julio y su familia también escogieron esos lugares, no sólo para estar juntos, sino porque las geometrías del valle y una instancia superior de armonía les llevó a quedarse ahí, con la cara frente al mar volando con alas de montañas.
Una semana más tarde llegó el corpulento y barrigón alcalde de la carpa de la plaza montado a caballo a dejarle un sobre que le había llegado del banco argentino. Y un mes después, todo el dinero recaudado por años de trabajo estaba guardado en la caja fuerte de la carpa de lluvia de don Ciro Arredondo, en lo que pronto iba a ser la plaza de la ciudad. Pasaron meses y tanto los Laibe como los Chible, otra familia siria de entonces, veían pasar los días sin decidirse a ninguna actividad, al lado de Mauret y el alcalde, algunos otros paisanos como los Pualuanes, y el escritor y poeta de Chile Chico José Ahuil. Todos vivían apegados a la bohemia y el encanto de las amistades en una ciudad que comenzaba a respirar sola.
Aniceto y Julia se encontraron a la vuelta de unos preparativos para la recepción de sus enseres y sus muebles. Su hermano Ramón, provisto de un atrevido nivel de valentía ciega, y acompañado por tres de sus cercanos, Salmen Chaveldín, Moisés Nayar y Abraham Chible, se vinieron por el Río Mayo hasta lograr alcanzar la cumbre de los altos, un trayecto tan espeluznante como el de Aniceto, aunque pareciera ser que con carga pesada el peligro y el albur se multiplicaban por tres.
Llegan los camiones
Una tibia mañana de sol de febrero de 1930 los atronadores sonidos del escape viejo de un International verde se apoderó del tramo de la planicie que conducía al interior de la aldea de Puerto Aysén. En una marcha ligera para la época, en línea recta hacia la plaza, el camión se posó suavemente cerca de los lugares donde evidentemente crecería una plaza, ahí mismo donde tenía la carpa el alcalde, detalle que había sido concienzudamente descrito en la carta que enviaron por el último chasqui a Ramón Abdo. Éste, agalludo como era, lleno de intuiciones serenas y compromisos certeros con la realidad, comprendió inmediatamente adónde habían llegado. Detuvo el caliente montón de fierros y bajó a abrir la tapa corrediza del motor, no sin cierta aprensión por las consecuencias que provoca el calor en esa parte de la máquina. Se quedó ahí, afirmado en la carrocería, sacó un papelillo de arroz, lo dejó abierto entre sus dedos y, desde una bolsita de género barato comenzó a deslizar sin apuro el tabaco caporal que había comprado en un boliche caminero cerca de El Bolsón. Mientras tanto, a la misma hora de la llegada del camión de Ramón Abdo, Julio y Aniceto se encontraban reunidos con un empresario del puerto que hacía dos años había inventado un cine en la ciudad para que la gente vea películas dos veces por semana en dos teatros de cine mudo. A falta de asientos, los espectadores ocupaban fardos de pasto, e inventaban así la galería, donde tomaban ubicación en esos blandos asientos. Era una empresa casera que funcionaba con una maquinita a manivela que reflejaba en un viejo telón de paño las escenas de una película muda de la época. Ambos cines trabajaban en forma similar, alejados uno del otro en más o menos un kilómetro. Uno era de la familia Campistó y el otro de Lidio González.
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Laibe compra un cine para trabajarlo
Al año siguiente, Laibe se desentendió de su sueño hotelero y compró el cine a Campistó, dedicándose a traer todo lo que faltaba, mercaderías y elementos especiales que llegaron con gran revuelo en un vapor de la Ferronave hasta el muelle de Quipreo, produciéndose un importante descargue y una provocativa construcción ya que se trataba de interiores decorados, levantando palcos, balcones, galerías y plateas. Los palcos habían sido mandados a construir con revestimientos de felpa y mullidos asientos donde disfrutaban de los filmes las autoridades y los conspicuos hombres de negocios de la época. Los balcones se situaban en los costados y la galería era cómoda y amplia con capacidad para unas 150 personas. Del centro de la sala colgaban cuatro grandes lámparas de lágrimas que se apropiaban del entorno con vigorosa prestancia. Desde el punto de vista del audio y la imagen, las cosas andaban bastante mal porque en ningún momento se veía una buena imagen, más bien ésta se quedaba congelada o se cortaba, alejándose el sonido y llegaba un silencio inevitable con las pifias del público, que mucho no se dejaban esperar.
Pero no le importaron demasiado los detalles al emprendedor Aniceto, y aunque los ojos le brillaron mucho durante el primer conocimiento que tuvo del hotel de la costa donde Mauret se peinaba con las circunstancias, convirtiéndose en experto hotelero, también le gustó esta otra idea del cine, seguramente porque encontraba que era menos el trabajo y porque acaso se ganara más.
—Ya vendrán mis tiempos de hotelero —dijo con orgullo, ladeando la cabeza y chupando largo el caporal.
Las tardes, las mañanas y las noches tuvieron a partir de entonces una nueva forma de ser y de sentir la vida para los Laibe, en una rutina que les hacía soñar con la dignidad aprendida en las lejanas arenas de Bikfaya en El Líbano y que le provocaban una explosión de asombros y recuerdos encontrados.
Los parientes lejanos en Bikfaya
A veces, las cartas de los parientes parecían alas de palomas muertas. Luis, el mayor y la pequeña Selima, que habían preferido la opción de quedarse allá, ya habían cumplido 33 y 35 años, según esas cartas que de repente sin aviso le llegaban de Beiruth, y aunque navegaban los días tersos de la segunda juventud, sus almas inquietas no podían desligarse de la presencia de las gentes que les abandonaron. Por eso sentía temor Aniceto al escribirles para contarles todos los detalles del gigantesco viaje y las nuevas realidades. Decirles que habían perdido la nacionalidad, casi olvidado hablar el árabe, que supieron aprovechar las experiencias de sus primeros días en Bikfaya y que gracias a eso sobrevivieron en América. Por último, no estuvo demás deslizarles una invitación con viaje pagado a sus hermanos hasta Aysén, aunque a ellos les fuera difícil aceptarlo y comprenderlo. Seguramente no podrían darlo por hecho, aunque Aniceto no perdió la esperanza de que algún día llegaran a estar con ellos para mirarse a los ojos con el corazón y la palabra. La pequeña Rubyna también estuvo todo el tiempo cerca con unas encantadoras cartas llenas de ritmos impensados y floridas descripciones de su vida en Buenos Aires.
La vida alcanza para todo: Yuseff
Ahora, el tiempo había cambiado, su hijo Yuseff crecía junto a su hermanita, una risueña mujercita que sus padres llamaron Emilia. Ambos niños pequeños estaban siempre al lado de Julia, la bondadosa dama que llegó a Puerto Aysén a trabajar y que se enamoró de un hombre que arrastraba una honda pena en el corazón. Los retoños crecían y en Puerto Aysén se estaba bien, con una empresa familiar muy aspectada y que dominaba el espacio de los fines de semana, adonde un público acostumbrado a espectáculos que no era muy fácil que llegaran se asombró de la mano de Laibe con la primera película donde Charlot, un hambriento vagabundo, era confundido por un ladrón, llegando hasta una carpa de un circo y perseguido por un policía, ante lo cual, creyendo que la persecución era una farsa, los propietarios aprovechaban su presencia para ganar dinero. Era la primera vez que los ayseninos disfrutaban de un film de Charles Chaplin, y este hecho marcaba profundas diferencias y grandes deleites. Fue un verano redondo para Aniceto, porque luego empezaron a llegar enormes rollos de celuloide encerrados en un metal blanco y brillante, con títulos rutilantes que le llenaban de orgullo e íntima alegría, como Honrarás a tu madre, Esclava por amor, La máscara del diablo, La mujer del granjero, Relámpago, Vírgenes modernas y Una novia en cada puerto. Al año siguiente dispondrían de filmes mexicanos y todas las series capituladas de Tarzán que comenzaron a provocar fascinación, sobre todo en las damas solteras y los adolescentes.
Cinco años más tarde el cine era todo un éxito de sostenida asistencia. La diferencia era que el bebé había crecido, bajo la mano exigente de Aniceto, Yuseff se estaba haciendo querer, no sólo por su chispa y simpatía, su orden y obediencia, sino porque él era quien se encargaba de algunos trabajos fáciles en el inmenso cine, dándole un apoyo comercial insuperable. Todos los fines de semana el niño trabajaba como el encargado de conectar la música de victrola en forma simultánea a la acción del film, porque en las pistas que llegaban de Santiago no consideraban el sonido en las ofertas, sino que las agregaban, pero aparte, entonces había que manejarla manualmente valiéndose de un reproductor de música. Lo difícil para el niño parecía no tener solución alguna, ya que había que tener muy buen oído para ajustar el sonido a la imagen en el momento preciso para que no salgan desfasados ambos canales.
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Este singular caso hizo que el hijo de Aniceto se convirtiera en el primer profesional de banda sonora pagado del territorio de Aysén, con un orgullo demasiado grande que su padre era incapaz de ocultar. Pero el cine no sólo era eso. Lo pedían para veladas artísticas, para eventos de gobierno, veladas de gala, kermeses, homenajes y discursos políticos. También le solicitaban a Aniceto disponer de él para las veladas de box, ante lo cual había que instalar un estrado especial donde iba a estar ubicado el sector del ring. Era la hora del trabajo grande, y como tal, el libanés cobraba lo que costaba, un despliegue diferente de preparativos que hacía que todo se trastrocara y hubiera mucho trabajo por delante.
Aquel portentoso cine enclavado en medio de las barrosas calles de un pueblo, presentaba algunas características interesantes, como el telón de boca que se levantaba a la hora de la función y daba paso a las ofertas de la semana de las grandes tiendas de la calle Chile-Argentina. Los empresarios vendían espacios publicitarios que se colgaban en los muros laterales del cine, emulando tal vez la moderna publicidad gráfica que cincuenta años después invadiría los campos deportivos de todo el mundo. Ya en 1935, sus autores podían considerarse verdaderos visionarios de la publicidad cinematográfica.
Finalmente, los Laibe se fueron a vivir y trabajar a un local rosado de Manuel Pualuán en plena avenida Chile Argentina, donde atendía el comerciante de la época Martín Ercoreca. El hotel estaba en el primer y segundo piso, donde funcionaban la cocina, los comedores, la cantina y los reservados, asignándose el segundo piso únicamente para dormitorios. Poco a poco, el ambiente de crecimiento comercial y vida social comenzaba a tener lugar en una época llena de excesos y grandes aspavientos, por la familiaridad notable de grupos de civiles, solitarios funcionarios del Estado y militares.
La gala social más impresionante
En los años 40 en Puerto Aysén la Cámara de Comercio, ofreció un Jueves de Septiembre una de las más significativas manifestaciones sociales a la primera autoridad para agradecer su presencia entre los ayseninos y reconocer lo que en corto tiempo había logrado.
Dicen que asistió lo más granado de la sociedad aysenina, amén de algunos conspicuos representantes de la administración de la Estancia de Coyhaique Bajo. Era un espacio habitual, y la mayoría de los ayseninos estaban acostumbrados a este ambiente de campanillas.
(Usted debería seguir leyendo estas crónicas en mis novelas. Ésta, especialmente se llama Los Manuscritos de Bikfaya y está entre mis favoritas. Su construcción se realizó sólo con entrevistas a los familiares).
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