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Por Oscar aleuy , 5 de julio de 2025 | 21:01

El Beso del Gigante, relato sobre Aysén meridional

Tumbas en la Isla de los Muertos, los espacios del acontecer. (Foto Doble Espacio, Revista de Periodismo, Chile)
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El estilo de crónica que llega hoy rebasa todo lo esperado, al producirse un naufragio en plena época de compañías ganaderas.

El onceno día del mes de junio de 1922, la goleta Pisagua zarpó del puerto de Castro rumbo a la caleta San Ambrosio, llevando dos mil rollizos de ciprés a la villa de Tortel.

     Por dos días seguidos llovió a raudales arreciando levantes y vientos duros, lo que obligaría al pilotaje a levar anclas una vez que serenaron los nortes, momento en que la Pisagua se hizo a la mar en un derrotero de tiempos contrarios. 

          A las once treinta la goleta dio la vela con viento regular en busca del primer canal, y unas horas más tarde se encontraba un tanto avante de la última punta, acosada por aires duros y ventolinas.                                                                      Con tamaño zamarreo el timón se había descolocado dificultando las maniobras, y un espantoso regurgitar de aguas tan ancho como de una milla se les echó encima, sorprendiendo a los inexpertos tripulantes que permanecían a contrapié sobre la borda.

El naufragio en alta mar

Hasta donde recuerdo, no debimos salir nunca de San Ambrosio. Lo vivido esa noche fue como venir a caer a una tierra maldita con la muerte mirándonos de frente. A veces me da la impresión de que ya no estamos vivos, y que si llegamos a parar ahí fue por un error oscuro que nos convirtió en seres interfectos sobre el vaho nebuloso de una mala hora. 

     El derrotero por islotes y canales se fue tornando cada vez más difícil e impredecible, por arreciar casi siempre vientos tempestuosos. Pero aún nos quedaba el tramo final, y ya muy cercanos al arribo, con cielo cargado y un mar de leva que hacía cabecear la nave, pudimos observar la cartamapa de aproximación con los pequeños manchones de San Pedro, Cabrera, Gastón Lucano y el atolón Vigía. 

Encomendada a la omnipotencia de dioses y santos, esa descalabrada goleta estaba llegando a su máximo aguante y muy poco era lo que se le podía exigir. Al rayar el alba, el vigía dio señal cierta de divisar tierras bajas y la noticia nos llenó de esperanzas. Pero cuando abríamos brazos hacia las desconocidas orillas, nos quedamos sin tiempo para maniobrar, siendo imposible mantener la nave a flote ni mucho menos evitar la terrible colisión con los roqueríos de la playa. 

De los treinta y seis hombres embarcados, sólo cinco sobrevivimos. Los otros cayeron a un torbellino de gritos y clamores, azotados como monigotes contra peñones y arrecifes.

Un guiñapo entre las rocas

Horas más tarde ya con el sol arriba, nos logramos incorporar a duras penas. Éramos sobrevivientes y pudimos sentir el ancho contentamiento de la vida y el rugido de un río que tronaba cerca y nos estremecía. Nuestra nave era tan sólo un guiñapo sobre las rocas.

Antiguos pobladores en 1927 en faenas de pesca y caza bordeando el Baker. /Foto memoriahistorica.cl

Tendidos en la arena, el condestable Rick Péndelthon, el carpintero Etelviro Duamante, el pescador Arnaldo Cayún y el marino de cofas Walter Flow, a duras penas se sostenían. 

Ni siquiera pudimos saber el punto exacto donde nos hallábamos, aunque Péndelthon aseguró que la rada de Tortel se encontraba a unas 20 millas al noreste y que probablemente habíamos zozobrado en el último trecho del mar Pacífico, antes de que las aguas empezaran a confundirse con las del fragoroso río Báker. Debimos entonces pensar en la alternativa más lógica, y dos de nosotros trepamos sobre un tronco ayudados por unas varas llegamos hasta los restos de la goleta, a ver si encontrábamos un bote o al menos algo que nos permitiera iniciar un acercamiento a la rada y avisar nuestro naufragio. El descalabro era total, con centenares de objetos destruidos flotando sobre el mar, aunque comprobamos con cierta alegría que el pequeño botecito de salvataje que era lo que necesitábamos, se encontraba intacto y a nuestro alcance.

Los primeros planes para sobrevivir

Regresamos a la playa y nos pusimos de cabeza a idear un plan para superar la catástrofe, aunque casi instintivamente comenzamos a cubrir con arena los cuerpos, antes de iniciar el entierro de los treinta y un cadáveres.

En un periódico de la biblioteca de Bustos Behring, apareció tres décadas después la plana de un cronista fantasma describiendo el naufragio de la goleta Pisagua con treinta marineros a bordo, la que había sucumbido por una mala maniobra del contramaestre, no quedándole otra alternativa que entrar dando tumbos a la costa para desgañitarse en cosa de minutos. El observador remataba su artículo aludiendo al destino que les cupo a aquellos infelices tripulantes al quedar para siempre atrapados en la isla. 

Llegamos en bote por la costa en dirección nororiente, adentrándonos a un río bravísimo. En medio de arboledas y bardas rocosas decidimos quedarnos ahí unas horas mirando y estudiando el lugar, aunque ya con la borrasca acercándose. A la isla la circundaban dos brazos de un río ancho y la lluvia nos cubrió, obligándonos a guarecernos. 

Caleta Tortel, en cuyas inmediaciones se producen los acontecimientos. (Foto Doble Espacio, Revista de Periodismo, Chile)

Los días siguientes nos encontraron realizando viajes y salvando lo que pudimos de la goleta. Decidimos primero organizarnos para la sobrevivencia y dejar para después la comunicación con la villa. No pensamos que ellos se iban a alarmar por nuestro atraso, pero de algún modo nos correspondía informarles sobre lo que había sucedido.

Todo lo rescatado fue escondido en una pequeña gruta bajo un paramento bien protegido, mientras ideábamos un remedo de vivienda a las órdenes de Etelviro Duamante quien ya bosquejaba con mediana pericia lo que serían nuestros albergues. A la casa agregaríamos galpón con silo asotanado, retrete de caseta con zanjón, gallineros de quilantos empinados y corrales de palo a pique con huertos y sembradíos. 

Despejamos y limpiamos, sin dejar nada al azar, canalizamos aguas con candongas de taperas, fabricamos muebles cómodos talando y aserreando árboles y pronto los catres, banquetas, mesas y escaparates comenzaron a llenar espacios junto a otros objetos rescatados del naufragio.

Impresionantes descubrimientos

Nos dio la impresión de que esa isla estaba habitada al divisar ciertas huellas sobre el pasto y por las noches notamos que ciertos sectores de la selva a lo lejos se iluminaban como chispazos intervalados. Tres de nosotros salimos a inspeccionar y descubrimos con asombro una casa rústica escondida entre los árboles. Llamamos, pero no respondió nadie, miramos, buscamos entrar de algún modo, pero todo estaba cerrado con candados y al parecer quien viviese ahí, no estaba en ese momento. Se me ocurrió escribir una nota, informando de nuestra presencia y ubicación, y la dejé encajada en el dintel de la puerta.

Durante aquellas horas de ocio planificamos, reunidos en la gran mesa de ciprés construida por Duamante. Ya habíamos notado la presencia de animales salvajes, algunas tórtolas y torcazas y habitualmente cogíamos truchas y salmones en el río y calafates y nalcas en los humedales oscuros. Todo eso lo llevamos a nuestros huertos caseros y los animales capturados fueron integrándose a nuestras primeras colonias domésticas. Además, ya habíamos rescatado de la goleta ocho rifles y bastante munición, puñales y cuchillos, dos hachas y una sierra a brazo.

Pasó el tiempo y nunca nadie apareció por ese lado de la isla desde que dejáramos el mensaje en la casa oculta, por lo que creímos que lo más sensato era seguir esperando. Ya éramos habitantes de ahí, y la ausencia de otros nos hizo concluir que estábamos completamente solos.

(La novela El Beso del Gigante se encuentra circulando y a disposición de los interesados. Solicite su ejemplar a dimeloyou@gmail.com)  

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Oscar Aleuy, autor de cientos de crónicas, historias, cuentos, novelas  y memoriales de las vecindades de Aysén. Escribe, fabrica y edita sus propios libros en un difícil trabajo. Ha escrito 4 novelas, una colección de 17 cuentos patagones, otra colección de 6 tomos de biografías y sucedidos y 4 tomos de crónicas de la nostalgia, niñez y juventud. A ello se suman dos libros de historia oficial sobre Cisnes en Patagonia,  una colección de 15 revistas de 84 páginas puestas  en edición de libro y el avance de los libros La Última Esquina y “Nibaldo Schwartzman, el último viajero” .
 

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