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Por Oscar aleuy , 12 de octubre de 2025 | 11:38Una experiencia con sentido en Cochrane y Río Tranquilo
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Conocí a Carlos Quintana Elorriaga cuando fui a Chile Chico. Aparecieron después en El Tranquilo Benicio Torres y José Ruiz Molina. Ambos pueblos formaban parte de un circuito de sectores lacustres que me maravillaron durante una semana completa.
El periplo comenzó durante una situación de canchas de carrera cerca del Atravesado a unos kilómetros de Coyhaique mientras transcurrían los primeros meses de septiembre de 1999. Mario Pardo de la pensión de doña Teo, su mujer, había tenido la idea una tarde en que llegué a almorzar atrasado y me acompañó a almorzar en medio de un comedor luminoso. Mientras sonaban ranchereadas en la radio, me habló largo y tendido sobre su amigo gaucho de Cochrane y quedé impresionado a más no poder ya que ese gesto constituía una especie de pase de entrada al espíritu del amigo, por la importancia que revestían las palabras camperas que parecían estar colgadas del mismo garfio.
Dos días después organicé el viaje, me despedí de mis hijos y salí hacia el sur durante un día luminoso con poco viento, manejando mi viejo Datsun del 80. Tuve que alojarme por ahí cerca esa noche ya que andaba en busca de voces por esos sectores y seguía un itinerario genial. Pero no calculé bien los tiempos y se me enredaron los pioneros de dos comunas y como que perdí el rumbo, por lo que me vi obligado a quedarme una noche enredado en los neneos de Cochrane con las siluetas altozanas del Cerro Húngaro y una oscuridad que ni te la cuento.
Ahí me recibieron en casa de don Carlos. Ya dentro, y después de los mates espumosos, barajé los naipes hasta altas horas de la madrugada entre licoreos con grapa argentina y un poco de chicha que le habían traído de Salsipuedes, cerca de Malloa. La noche empezó medio tardona y terminó del mismo modo. Pero a la mañana siguiente, reunidos cuatro viejos en el bar de la plaza, le dimos con todo a la sin hueso hasta quedar atrapados con poderosas historias de vida en medio de un silencio sagrado y respetuoso.
La grabación fue algo que me guió profundamente a la comprensión de labores y ocio dentro del tugurio donde lograban reunirse en forma periódica los peones gauchos más connotados de los alrededores. Aquella cita, que emulaba las de paisanos de Río Mayo, de Gobernador Costa, o entrando por las soledades del Senguer, no podía ser algo más importante. Incluso se dio cita aquella mañana un campero de Mañihuales que contó una mentira muy sabrosa sobre leones y un reloj de oro, que conservamos grabada.
Conozco a Vargas y Quintana
Quienes habían estado desde siempre en aquel lugar eran dos grandes amigos de infancia de los tiempos de 1930, inserto cada cual en lo suyo: Reinaldo Vargas de Lago Vargas y Carlos Quintana Elorriaga del mismo Cochrane, quien nos dejó un sabor a templanza, a tozudez, a viaje infinito a través del tiempo.
Cuando llegó a Cochrane en 1931, Carlos Quintana Elorriaga se topó con un poblado casi vacío. Parte de su infancia la había pasado en las tierras de San Julián, donde se impregnó profundamente del aroma de las animaladas en tropas imposibles que a veces duraban meses. La primera casa era un negocio de los Stange y luego la de su padre y la escuela, de cuya historia ya hemos escrito, y que fuera construida por los ingleses de la compañía de El Baker. Las primeras clases en calidad de estudiante chileno se produjeron en aquella escuela para este típico cochranino, bajo la tutela del inolvidable normalista Carlos Alvarado que había llegado en esos días en compañía de su fiel esposa, Ester Ruiz y un pequeño hijo. Unos 23 alumnos iniciaban el proceso escolar en los difíciles tiempos de 1931.
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Los recuerdos de don Carlos viajan para todas partes tomando rumbos hacia los orígenes, cuando la escuela constituyó el principal motivo para que se desenvolviera la vida alrededor. Sin embargo, se mantuvo clausurada por largos ocho años y más adelante, durante el gobierno de González Videla asumió como Subdelegado don Adolfo Trujillo, hombre relevante en la reactivación de este primer centro educacional de Cochrane.
Cuando llegó Carlos Andrade Gómez, las cosas cobrarían un nuevo rumbo. Como profesor y director, impondría una nueva mentalidad, viajando primero a Santiago y reuniéndose con las autoridades pertinentes, para lograr la implementación del internado y consiguiendo la habilitación de una cocina totalmente implementada. Con el tiempo, se dedicaría a buscar profesores, auxiliares, cocineros y organizar los detalles para que todo funcione a la perfección.
El año 1929 el poblado de Cochrane había intentado surgir primero con el nombre de Las Latas y años más tarde con el de Pueblo Nuevo. El mismo comercio fue activo y prolífico durante los primeros años y los inconvenientes más grande surgieron como consecuencia de la carencia de caminos, algo que se repitió durante la formación de casi todos los poblados de los alrededores. Entonces en 1930 el comercio comenzó a depender directamente de las localidades argentinas, naciendo un contacto estrecho entre ambas naciones y generalizándose el uso de modas, dialectos , costumbres, vestuario, formas de vida, incluso formas de pensamiento. No hay que olvidar que la cercanía con los pueblos argentinos hacía que el hombre de campo tomara muy en cuenta las enseñanzas del hombre gaucho, que impuso fuertes lazos de dependencia cultural durante más de siete décadas.
Una gran galería de nombres de gente pionera de Cochrane desfiló tenuemente por las palabras de Quintana, que rubricaba cada frase con el latido que proponía la emoción, aquella fibra de sentimiento que siempre acompaña todas estas entrevistas. El primero que pobló el sector de Cochrane fue Manuel Barría Montaña, gran agricultor y ganadero de fines del siglo XIX. Luego aparece nombrada la familia Fuentes , los Arratia, Los Cruces, los García , los Jerez, los Urrutia, los Elorriaga , los Ibáñez, los Vargas, los Sandovales, todos ellos pioneros enclavados en durísimas aristas de espacios de vida que no entregaban más que desafíos y límites imprecisos donde a veces sin hacer nada los hombres se enfrentaban a la otra vida.
Quintana se esforzó por armarme los detalles más esenciales de una vida breve al lado de sus padres, los que le dejaron sus más hermosos recuerdos y energías para la lucha ante la soledad de los páramos. Luego, en su juventud prometió seguir sus pasos a través de los viajes en tropas, en carretas, o a pie, trabajando en San Julián aprendiendo todos los oficios posibles y regresando para quedarse a su tierra de Cochrane, destacándose en todas las circunstancias, tanto laborales como sociales. La muerte le sorprendió muy temprano, en su casa de solaz y huertos, con árboles en las extensiones de su patio. Allí nos dejó sus palabras, vertidas en silencio sobre la paz de un pueblo distinto que hoy le sigue recordando.
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Torres y Ruiz, los ancianos más antiguos del Tranquilo
En esos pliegues de selva de Río Tranquilo, donde el paisaje se retuerce y camina con uno, como respirando las interminables distancias, aparecieron una mañana las dos siluetas más antiguas del poblado del mármol: don Benicio Torres y don José Ruiz Molina, verdaderos paladines del primer poblamiento del lugar. Sus casas similares y cercanas, en un característico rincón donde las voces del recuerdo nos iban a acompañar, se confundían con el bullicioso recogerse de las olas de un lago intenso y pretencioso.
Caminé por las calles de Río Tranquilo, encontrándome siempre con esas casas tan familiares y precisas, con las puertas abiertas de par en par, mientras la dueña de casa preparaba su almuerzo, preocupándose del orden, del aseo, de los baños, de su patio y sus animales, de su fuegón...
Es una experiencia que reconforta, porque es la respuesta de esa sabia idiosincrasia campesina que se delata sola y se instala en los cinco sentidos. Supe de sus habitantes, de cómo responden en mutismo pleno al nombre del poblado, irradiando paz en sus miradas, en su forma pausada de hablar casi en sordina, mientras las casas exhalan infinitos misterios de años pasados, convertidas en incógnitos sigilos con sus techumbres donde la tejuela reúne el ángulo y lo aplasta contra el sol. El lago es testigo de una vida social escasa que sólo es interrumpida por las bajadas de los turistas, los gritos de los boteros negociando un viaje a la Catedral de Mármol, en el centro de las aguas turquesa.
Cuando llego, don José nos abre la puerta de una casa de madera con no más de cinco años de construida, con el aroma típico de la madera nueva mezclada con los resabios de las graserías de capón, la taragüi que reina en el ambiente, los efluvios del humo en la cocina limpia y flamante. Era chatero de juventud, gritando fuerte en torno a sus trabajos con patrones buenos. Está contento con lo que hizo, sonríe cada vez que recuerda, se agitan sus manos para ir al encuentro de esa niñez anterior, busca en la memoria sus caballos, sus carretas de bueyes, su mercadería sobre el barro, el peso de la lluvia en sus espaldas, su agitada vida de mocedad en torno a las aristas de la pampa del Chalía, donde sus pasos le llevan siempre a descubrir los recónditos secretos de las extensiones.
Este hombre, en sus trabajos de chatero encontró en medio de esas pampas los sonidos de las invocaciones de los últimos tehuelches que luego irían al Ibáñez para quedarse. Observaba en esos tiempos, desde su labor, la estancia Huemules, gigantesca, infinita con el polvo de las reses y una animalada imposible que él miraba desde lo alto con verdadera devoción mientras avanzaba rumbo a muchas partes. Recuerda especialmente A Perito Moreno en otoño, con esos amarillos densos de las hojas de álamos, las casas de ladrillo, el agua que no existía, la sed en los veranos. Desde el tránsito de una gigantesca chata, don José Ruiz nos habla en lengua mapuche recostado en un trinche oscuro, viejo como él, mascullando acaso lo que cuando niño escuchó hablar a sus mayores, con palabras secas pero atadas a un profuso romance con el tiempo, vaciándolas en enigmáticas imágenes que nunca regresaron.
Una joven mujer es la encargada de servir de nexo entre los ancianos, para presentarme y no parecer extraño o de otro lugar. A ella no la he visto nunca más, pero salta entre los troncos y las champas verdes del pasto mojado para ir a golpear todas las puertas y no dejar de hablarme del programa de la radio que convoca a todas las gentes como en un ritual de domingos. Otra puerta se abre aquella mañana larga de tiempo rezagado. Y esta chica sonriente nos hace entrar, nos lleva a conocer a las familias, y ya saben que llegábamos con la grabadora, saben que el abuelo saldrá en la radio la semana siguiente.
Y luego los secretos inauditos de otro de los personajes, don Benicio Torres, contento como el anterior, sonriendo y compartiendo el mate que nos sirven sus hijas en medio de una atmósfera que toma formas y espacios cuando aparecen las primeras historias. Ahí sabemos que es de Paillaco, y que las tierras que encontró en El Tranquilo en nada se parecían a aquellas que abandonó a temprana edad para venirse a quedar para siempre a estas tierras heladas.
Benicio Torres fue de los buenos gauchos, tropeadores y domadores de potros, pero casi no lo contó él, sino una de sus hijas que tuvo que ayudarlo, que rió con él cuando iban armando los capítulos de tantas historias. El hombre fue jinete, muy jinete en las andanzas de la tierra con esa alegría aletargada de los viejos que entran a los abismos de sus recuerdos como si nada.
Así fue aquella jornada en esos cercanos días de los 90 cuando se armaban las temáticas, se analizaban los pormenores y todo quedaba anudado con una ayudita de los amigos.
Tanta gente reunida, cuyas voces ya muertas quieren seguir resonando más allá de la muerte, personas que se quedaron con nosotros en estas cintas de cromo que son eternas, y en donde se plantean sus vidas cuando el colono temprano se alza hacia la tierra volviendo la vista atrás.
