Opinión
Por Osvaldo Soto , 5 de agosto de 2023 | 09:14

Aprender a leer en 1955

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Primeras revistas y libros en los años 50 El Peneca, el Libro Primero de Manuel Guzmán Maturana y la revista Okey (Redes digitales)
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Crónica de la sección "Aysén, la última esquina" del escritor Óscar Aleuy Rojas. Un camino de tierra suelta que busca a la niñez...

Fue el sábado pasado que me encontré con mi viejo cuaderno de caligrafía del grupo escolar de la calle Prat. Estaba encogido y lleno de moho dentro de mi viejo baúl de barniz esmaltado. 

Mi memoria viajó al encuentro de la tía Nira, la primera profesora, que hace unos catorce años se fue a morir a Casablanca junto a su madre. De algún modo, son mis propias historias personales plagadas de niñez, año 1954. En esos días las calles escurren barro y decenas de carretas avanzan chirriando al compás de la pluma de palo marca R. El olor a tinta Scheffer se va confundiendo con el aroma de la nieve mientras descubro detalles de mis primeros trazos. El Grupo Escolar y sus maestros dejan descubiertas las aristas de las paredes, mientras los baldosines de este lado del pasillo refulgen entre el bullicio de los recreos. 

Eran fríos y feos los primeros cuadernos. Tenían una tapa gris y un bergantín mal impreso que parecía navegar en la contratapa, con velas granates y fondo de cielo y mar. Por ese hueco pálido entraron de golpe las primeras letras. El alma obsequiaba su corazón a las palabras que se iban metiendo hasta donde estábamos. Y asomaba entonces el anuncio publicitario con un mensaje que aprendí a descifrar medio año más tarde: Junte las letras de los Cuadernos Colón y forme la frase Librería Colón. Recibirá una linda pluma fuente y un número para el sorteo mensual de esta moderna Bicicleta Centenario. 

El ojo se iba derecho a la bicicleta, un premio que obligaba a la imaginación a desbordarse. El boceto estaba bastante mejor dibujado que el bergantín velero y, a diferencia de los actuales cuadernos, había algo como reflejos de dibujos sin mucha fuerza ni color. Aprendimos rápido en medio del aroma de la tinta. Guardábamos los frasquitos en las alacenas de la parte trasera de la sala, donde una puerta mostraba nuestros nombres. El mundo entraba a raudales por esa sala donde el leer parecía ser una verdadera ceremonia de regocijo. En medio de eso pude capturé el alma de los Silabarios Hispanoamericano y el Ojo. En vistazos frecuentes me fui metiendo a los cuentos, los diálogos y las ilustraciones. 

El lunes abrí de nuevo el cuaderno, marcado con una tinta que imagino será eterna y un testimonio de esos antiguos tiempos, cuando Coyhaique dejaba entrar sus nevazones, y las carretas rezongaban tristes por sus calles. Descubrí la oscuridad de las hojas, la quietud de sus estrías, los surcos que no se borran jamás y la silueta del bergantín velero y la bicicleta Centenario. No puedo olvidarme del perfume que usaba nuestra profesora cuando entraba a la sala llevando entre sus manos los cuadernos fiscales y los frasquitos de tinta Scheffer.

El Peneca explotó frente a nosotros. Los placeres de las primeras lecturas se abrieron como flores. La soledad tenía marcas registradas y para poder acceder a una lectura debíamos esperar que llegaran los barcos a Puerto Aysén con las revistas enrolladas y lacradas. La sala de las entregas funcionaba en la casita de cemento de la calle Condell, donde más tarde se instalaría la Radio Patagonia. Había una gruta con velas encendidas a la virgen y Licán Venegas nos miraba con ojos sonrientes y nos alargaba el papel enrollado que llevábamos a casa en bicicleta con el corazón saliéndosenos del pecho. 

La secuencia la iniciaban los dibujos de Michote y Pericón. Modesto y Pelusita era como estar frente a una pantalla que cobraba vida. Imposible resistir los capítulos del indiecito Haywatha, y el rey Kodoo, que fundían los diálogos de los castores con Kabhai, el indio enfurecido. No podría olvidar los presagios de muerte de Nasdine Hodja en el mismísimo Estambul, y a Ben Hussein enloquecido en medio de sus persecuciones. Nos rodearon el peligro y las decapitaciones, los prisioneros, los encierros y las cadenas entre palacios suntuosos y danzas flamígeras en el cielo. Al centro de la revista apareció la serie SOS Meteoros, con ataques de paracaidistas en el Centro Atómico de Saclay. Extraños aparatos en el cielo que ya eran los primeros platos voladores. Ahí estaban el coronel Olrick y sus grandes maquinaciones junto al capitán Blake en París, ahogados en neblinas tóxicas que se llevaban el nitrógeno del aire. 

Tocábamos a Pinocho y al Pájaro Loco con Blasco y Walter Lantz en ilustraciones maravillosas. El Capitán Tormenta llegaba a las páginas con un coronel Campbell en los palacios de maharajás frente a panteras mortales, documentos extraviados, princesas encantadoras y aventuras de las noches hindúes con el gran visir a la cabeza. 

Vicky y el Lago Fantasma nos trasladaron por la magia de las aventuras de Hill MacRide y el capitán Curtis en la búsqueda de un misterioso lago con manadas de elefantes, búfalos, cebras y jirafas. El Conejo de la Suerte compartía escenarios con Silvestre y las figuras de Curro Matamoros, Arturo el Fantasma Justiciero o Modesto y Pelusita. 

Casi todas las aventuras estaban ambientadas en un castillo feudal, o en un hogar corriente, donde un descomedido adolescente no dejaba de reír, rodeado de tres niños. Aparecía la formalidad y el buen tino de Pelusita y enormes palas de textos que recorrían las hojas en lecturas de dos páginas, con adaptaciones de Alicia Morel, los Samurai del Sol Negro, y la Horda de Ki Manchú. 

Un día me adentré en los tratados lecturales del Libro Primero. El corazón da un vuelco y se resiste a creerlo. ¡Cómo se va a acordar uno de cosas tan escondidas y tan lejanas! Sí. Se puede. 

Este tratado encarnaba lo más elemental del sentido del conocimiento. Manuel Guzmán Maturana quedó para siempre grabado en un liceo de Peñalolén. La primera lectura era “Vocación” y no pude dejar de advertir ese profundo sello de futuro: Por la mañana, cuando el reloj da las nueve y yo voy caminito de la escuela, me encuentro con ese vendedor que grita: ¿Quién compra pulseras de plata y cristal? Nunca tiene apuro por nada ni ha de llegar a sitio alguno a la fuerza, ni debe volver a casa a su hora… 

El amor filial se detiene con la figura de la madre y un poema inolvidable que regresa: Madrecita mía, madrecita tierna, déjame decirte dulzuras extremas. Pasaban por ahí, respirando casi todos los versos de la Mistral. Pienso que esas páginas guardan junto a los textos, tenues ilustraciones sin color, sobre un papel amarillento que tiende a deshacerse. ¡Qué buena es la abuelita! La pobre viejecita apenas puede andar, tiene la vista cansada y debe ponerse anteojos para leer. En los días de lluvia o muy fríos, toma su viejo libro de cuentos y lee para Emilia, su nietecita. 

Los dibujos son de Lorenzo Villalón. La abuela y su nieto Jorge hablan sobre temas sin sentido, ante la dificultad de no poder leer más el único libro de cuentos, ya que lo han hecho muchas veces y están aburridos, la abuela invita a Jorge a imaginarse en un almacén donde ambos son clientes y tratan de comprar azúcar por metros, vinagre por libras, huevos por litros, maíz por docenas, y cintas por kilos, en una disparatada representación. 

Aparece la historia del cumpleaños, la estación del otoño contada por él mismo, en Labrador, apura tus cosechas; una parábola al trabajo en una página especial. Pero la mejor es La Regla Cilíndrica, un invento revolucionario de la pluma R con que se escriben y manchan papeles, y que trazará líneas rectas sin permitir el contacto con el metal, la tinta y el papel juntos. El párrafo se lee: La regla cilíndrica de Eugenio está terminada. La usa con satisfacción y la muestra con orgullo. La hice yo, —dice a sus compañeros—, sólo me falta barnizarla. 

Llega un teléfono del siglo XX con el auricular y una bocina que acerca uno a los labios para hablar; un grupo de chicas de la época, juegan al Vuelen, vuelen los pájaros; los cinco niños parientes que son las vocales y que Villalón dibuja muy ad hoc, poniendo diseños de niños que saltan sobre sus filigranas negras, y cartas que se escriben con lapicera fuente.

Pienso que no hay en el espíritu infantil algo más impresionante que las primeras lecturas de la vida, los primeros dibujos e imágenes en silencio exhibidas para que las vea el corazón. Un desafío de Guzmán Maturana, cuya presencia es un constante goteo regulado y codificado, y que trasciende un mundo elemental de significaciones literarias, dándole un sentido a las épocas perpetuadas del primer conocimiento.

Manuel Guzmán Maturana, autor del Libro Primero y Mario Silva Ossa (Coré),ilustrador de la revista El Peneca. (Redes Digitales)

 

Más info en www.termicaaustral.cl

Con Blasco y Walter Lantz tocábamos al clásico Pinocho y al Pájaro Loco en ilustraciones maravillosas. El Capitán Tormenta aparecía en las páginas 14 y 15, con un coronel Campbell en los palacios de maharajás frente a panteras mortales, documentos extraviados, princesas encantadoras y aventuras de las noches hindúes con el gran visir a la cabeza. 

Vicky y el Lago Fantasma nos trasladaron por la magia de las aventuras de Hill MacRide y el capitán Curtis en la búsqueda de un misterioso lago con manadas de elefantes, búfalos, cebras y jirafas. El Conejo de la Suerte compartía escenarios con Silvestre y las figuras de Curro Matamoros, Arturo el Fantasma Justiciero y Modesto y Pelusita. 

Casi todas las aventuras estaban ambientadas en un castillo feudal, o en un hogar corriente, donde un descomedido adolescente no dejaba de reír, rodeado de tres niños. Aparecía la formalidad y el buen tino de Pelusita y enormes palas de textos recorrían las hojas proponiendo lecturas de dos páginas completas, con las adaptaciones de Alicia Morel, los Samurai del Sol Negro, y la Horda de Ki Manchú. 

Un día me adentré en los tratados lecturales del Libro Primero. El corazón da un vuelco y se resiste a creerlo. ¡Cómo se va a acordar uno de cosas tan escondidas y tan lejanas! Sí. Se puede. 

Este verdadero tratado encarnaba lo más elemental del sentido del conocimiento. El autor era Manuel Guzmán Maturana, cuyo nombre quedó para siempre grabado en un liceo de Peñalolén. La primera lectura era “Vocación” y no pude dejar de advertir ese profundo sello de futuro: Por la mañana, cuando el reloj da las nueve y yo voy caminito de la escuela, me encuentro con ese vendedor que grita: ––¿Quién compra pulseras de plata y cristal? Nunca tiene apuro por nada ni ha de llegar a sitio alguno a la fuerza, ni debe volver a casa a su hora… El amor filial se detiene con la figura de la madre y un poema inolvidable que regresa: Madrecita mía, madrecita tierna, déjame decirte dulzuras extremas. 

Pasaban por ahí, respirando por los ángulos filosos del alma, casi todos los versos de la Mistral. Pienso que esas páginas guardan junto a los textos, tenues ilustraciones sin color, sobre un papel amarillento que tiende a deshacerse. ¡Qué buena es la abuelita! La pobre viejecita apenas puede andar, tiene la vista cansada y debe ponerse anteojos para leer. En los días de lluvia o muy fríos, toma su viejo libro de cuentos y lee para Emilia, su nietecita. 

Los dibujos son casi todos de Lorenzo Villalón. La abuela y su nieto Jorge hablan sobre temas sin sentido, ante la imposibilidad de no poder leer más el único libro de cuentos, ya que lo han hecho muchas veces y están aburridos, la abuela invita a Jorge a imaginarse que están en un almacén donde ambos son clientes que tratan de comprar azúcar por metros, vinagre por libras, huevos por litros, maíz por docenas, y cintas por kilos, en una disparatada representación. 

Aparece después la historia del cumpleaños, la estación del otoño contada por él mismo, bajo la frase Labrador, apura tus cosechas; una parábola al trabajo que da alegría a una página especial. Pero la mejor es sin duda La Regla Cilíndrica, debido a lo revolucionario del invento, ya que casi siempre la pluma R con que se escriben y manchan papeles, trazará líneas rectas con un invento que no permite el contacto con el metal, la tinta y el papel juntos. El párrafo dice: La regla cilíndrica de Eugenio estaba terminada. La usaba con satisfacción y la mostraba con orgullo. La hice yo, —decía a sus compañeros—, sólo me falta barnizarla.

Más allá, un teléfono de principios de siglo, con el auricular y una bocina que se acerca uno a los labios para hablar; un grupo de chicas de la época, juegan al Vuelen, vuelen los pájaros; los cinco niños parientes que son las vocales y que Villalón dibuja muy ad hoc, probando diseños de niños que saltan sobre sus filigranas negras, y las cartas que se escriben con lapicera fuente, Julia y Anita invitándose mutuamente a las fiestas de celebración del combate de Iquique en la escuela. Ricitos de Oro, el primer cuento con ilustraciones en páginas con letra pequeña y la familia de osos protestando por la intromisión de la niña en el hogar y el miedo que sienten al ser despertada.

Pienso que no hay en el espíritu infantil algo más impresionante que las primeras lecturas de la vida, los primeros dibujos, las primeras imágenes en silencio exhibidas directamente para que las vea el corazón. Un desafío de Guzmán Maturana, cuya presencia es un constante goteo regulado, lleno de significaciones literarias y un sentido vertebral del primer conocimiento.

 

Antecedentes biográficos del autor:

Óscar Hamlet es Oscar Hamlet Aleuy Rojas, coyhaiquino, profesor de Lenguaje de la UCV, casado, padre de 5 hijos, radicado en Viña del Mar, donde escribe, diseña y edita sus propios libros y revistas sobre Aysén. 

Trabajó en varias agencias publicitarias en el boom de los 80, incluso fue Asesor de correcciones de estilo en La Revista del Domingo en la época de Ganderats. 

Pasó por Coyhaique destacando como productor de programas radiales de corte histórico, posee el banco de voces de pioneros más completo de la región y una nutrida colección de fotografías antiguas. 

Su legado para el mundo: preservar las historias de los hablantes tempranos, crear un mundo potente de testimoniales, enredado en lo real maravilloso de su región.

Su fecunda producción literaria lo lleva más lejos aún. Son 19 libros que él mismo construye y edita en sus talleres de Viña del Mar y que se exhiben en librerías de Coyhaique. Tiene otros cinco en carpeta.

OBRAS DE OSCAR ALEUY

La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona). 

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